Comentario
A finales de 1994 no habían cambiado nada las cosas. Los convenios jurídicamente vinculantes aprobados en Río de Janeiro aún no habían sido incorporados a las legislaciones de los países firmantes, a pesar del boato con que fue rodeada la rúbrica de esos textos en Río de Janeiro. La opinión pública comprende difícilmente que el presidente del Gobierno español o el premier británico, por poner dos ejemplos próximos, firmen un Convenio de la ONU ante más de un centenar de colegas suyos, y a continuación ese Convenio no entre automáticamente en vigor en las correspondientes legislaciones nacionales. Pero las cosas legales, especialmente en cuestiones internacionales, son así. Y si eso ocurre en España o en el Reino Unido, que pertenecen a la Unión Europea, cabe preguntarse qué habrá ocurrido -o mejor dicho, qué no habrá ocurrido- en países en los que la democracia es apenas una ficción y en los que los recursos económicos son mucho más limitados que los nuestros. Los convenios jurídicamente vinculantes de la ONU no entran inmediatamente en vigor, aunque hayan sido firmados por las más altas instancias políticas de los países respectivos. El procedimiento es mucho más lento y se presta lógicamente a numerosas ambigüedades. Los países que firman un Convenio deben luego ratificarlo con sus respectivos parlamentos y comunicar su plena adhesión al organismo de la ONU creado a tal efecto. España se adhirió en el primer trimestre de 1994 al Convenio de Biodiversidad; lo ha hecho junto con una cuarentena más de países, lo que permite ya la puesta en marcha de los contenidos del Tratado. Con todo, ello significa que más de dos años después de la ceremoniosa firma masiva de altos dignatarios en Río de Janeiro, los convenios jurídicamente vinculantes apenas si hubieran sido ratificados por menos de un tercio de los países firmantes. No parece demasiado serio. El caso del Convenio sobre Cambio Climático fue todavía más lamentable, porque ni siquiera en 1995 se había alcanzado el número mínimo de firmas para que se pusiera en marcha el proceso. España no lo había firmado a finales de 1994; por lo visto, había discrepancias respecto a la cuestión del reparto de las emisiones máximas de dióxido de carbono, para las que España exigía una mayor cuota, estimando que su débil industrialización permite incluso aumentos de emisiones, cuando otros países europeos mucho más industrializados deben lógicamente reducir mucho las suyas, de tal modo que el total europeo se mantenga sin crecer o incluso se reduzca globalmente.Todo eso está muy bien, pero ya se sabía en 1992. ¿Por qué no haberlo discutido entonces? Quizá el Convenio era lo bastante ambiguo, voluntariamente, como para que todo el mundo lo firmase; luego ya vendrían los reglamentos para rebajar unas u otras exigencias. Pero entonces, ¿qué valor tienen los gestos pomposos al estilo de la clausura de la reunión de Río? ¿Por qué se molestaron los jefes de Estado? ¿Era realmente todo una especie de retrato para la galería sin contenido real? De todo un poco, sin duda. Hay que comprender que lo que se le está demandando al mundo desarrollado es que acepte principios absolutamente diferentes a los que hasta ahora han presidido la actividad económica; y no sólo eso, sino que además de hacer esos cambios ha de proponerlos como ejemplo a los países en desarrollo, para que éstos no cometan los errores anteriores de los países ricos. Esa renuncia no es fácil: la mayor parte de la tecnología "anterior" está disponible, es fácil de utilizar y de vender... Por eso hay reticencias; incluso bastante más que eso, auténtica obstaculización a este tipo de convulsiones. No valen filosofías de estilo de la ecosfera en peligro o el desarrollo ecológicamente insostenible. Sólo cuenta el corto plazo de las cuentas de resultados de las grandes empresas y de las convocatorias electorales de los gobernantes políticos. Mientras, el espectro del crecimiento exponencial sigue planeando sobre la mayor parte de las actividades humanas. Lo que permite frotarse las manos a más de un consejo de administración, pero no supone ninguna buena noticia para el mundo. Porque las cosas parecen seguir empeorando. Sin ir más lejos, los consumos son cada vez más insostenibles.Por ejemplo, el consumo energético, que se ha multiplicado por sesenta entre mediados del siglo pasado y 1985. Y sigue creciendo. Un suizo utiliza hoy en promedio tanta energía como cuarenta somalíes. Y, lo que es peor, un ruso usa tanta energía como un suizo, pero vive muchísimo peor; o sea, que lo hace mucho menos eficientemente.La producción industrial mundial a partir de los años cuarenta de este siglo muestra un clarísimo crecimiento exponencial, que se ha mantenido en los últimos decenios a pesar de los problemas habidos en 1973, en 1979 y en años posteriores con el precio del petróleo. En particular, la tasa de crecimiento de la producción industrial entre 1970 y 1990 ha sido más rápida que la de la población; una vez más estamos ante un crecimiento superexponencial, un 3,3 por 100 anual, lo que supone una duplicación al cabo de veintiún años... Quizá convenga aclarar lo que se entiende por producción industrial global. Se trata de la suma de productos que genera el capital industrial, e incluye por tanto el consumo final (vestidos, televisores, casas, auto móviles, etc.), los recursos necesarios para obtener ese consumo final (maquinaria industrial, medios de transporte, etc.), los recursos agrícolas (maquinaria de recolección o tratamiento, infraestructura de regadío, etc.) y los recursos utilizados en los servicios (edificios y equipamientos educativos, financieros, sanitarios, comerciales, etc. En el mundo industrializado, los incrementos de consumo se deben a una población prácticamente estancada en muy poco más de mil millones de personas. En cambio, los incrementos de consumo del Tercer Mundo se producen precisamente en países cuyas necesidades per capita aumentan, a tiempo que aumenta el número de cápitas, y ambos aumentos de forma exponencial. Conviene recordar que la tasa media de duplicación de la población urbana en los países del Tercer Mundo es de unos veinte años, mucho más alta, obviamente, que la de la población humana global (que se estima actualmente en unos 42). Con todo, el planeta Tierra debe albergar en su seno cada año que pasa unos cien millones de almas más; más del 90 por 100 de este incremento se produce en países de Tercer Mundo, sobre todo en los que se encuentran en vías de desarrollo, los menos pobres. Bien es verdad que las cosas parecen menos dramáticas que hace un cuarto de siglo. En 1970 la tasa de crecimiento de la población mundial era del 2,1 por 100 anual, lo que suponía un período de duplicación de sólo 33 años. La situación era, para los seres humanos que estaban vivos, mucho mejor que unos decenios antes: la tasa de natalidad descendía levemente, pero sobre todo la tasa de mortalidad se reducía de manera acelerada. Como decía en ingeniosa frase un pensador de la época, "no es que los humanos nos hubiéramos puesto a tener hijos como conejos: es que hemos dejado de morirnos como antes. A partir de 1970 la tasa de mortalidad siguió cayendo, pero el descenso de la tasa de natalidad se hizo más acusado. Y así, la tasa global de crecimiento disminuyó de 2,1 por 100 a 1,70. Y es probable que siga haciéndolo a partir de ahora; sólo que cada vez somos más y más humanos. Suponiendo que, a comienzos de 1995, seamos 6.000 millones y aumentemos a una tasa de 1,5 por 100, eso significa noventa millones más cada año, y una tasa de duplicación en 47 años (12.000 millones antes de la mitad del siglo que viene).Si se superan determinados niveles de crecimiento, y ello es fácil cuando hablamos de curvas exponenciales, el desarrollo mismo se hace no ya insostenible sino básicamente imposible. ¿Estamos ya en ello? Quizá basta con leer noticias sobre el aire irrespirable en las grandes ciudades, los bosques filipinos casi extinguidos, los suelos de Haití erosionados hasta la casi inexistencia, los bosques de Costa de Marfil reducidos en un 75 por 100 en los últimos veinte años, los aluviones del Rin tan contaminados que los lodos de los puertos holandeses han de ser tratados como residuos peligrosos... Son sólo ejemplos periodísticos, desde luego, pero la sensación de agobio que percibe la opinión pública corresponde bastante aceptablemente a la realidad, aunque ésta sea desde luego magnificada por los actores de resonancia social que son los medios de comunicación y, recientemente, los grupos ecologistas. El mundo después de Río de Janeiro y su conferencia sobre medio ambiente y desarrollo no está mejor que antes de convocarse esa reunión. Es más, las cosas parecen seguir su camino anterior, sin cambios de rumbo aparentes. Por ejemplo, nadie ha puesto topes al consumo. Más ejemplos periodísticos pero no por ello menos reales: el consumo del 10 por 100 de la población humana actual (en energía y recursos naturales) supone la pérdida en cada segundo de mil toneladas de tierra y de 3.000 metros cuadrados de bosque (lo que supone al año una superficie similar a la de Portugal), la desaparición definitiva cada día de entre diez y cincuenta especies vivas vegetales y animales, y la expulsión diaria a la atmósfera de ochenta y seis millones de toneladas (megatoneladas o petagramos) de gases productores de efecto invernadero. Para cualquier habitante o dirigente de un país pobre, o de un país ex comunista, el modelo de desarrollo occidental es envidiable, ya lo hemos visto. Funciona todo, desde el teléfono o la televisión hasta el consumo más disparatado; la Administración pública es más que aceptablemente eficaz; la educación, los servicios sociales y la sanidad son bienes universales y, en general, eficientes, e incluso la protección al medio ambiente, sobre todo local, resulta positiva y cada vez más importante (contenedores para recipientes de vidrio, tratamiento de las basuras, combustiones industriales cada vez más limpias, catalizadores en los motores de los automóviles, planes de reforestación, parques naturales de especial protección, etcétera, entre otros). Pero, a pesar de estas aparentes mejoras ambientales, si los 6.000 millones de humanos viviesen igual que los norteamericanos, los europeos o los japoneses, el mundo sería ya hoy una auténtica catástrofe a causa del consumo per capita de agua, energía, minerales y suelo para cultivos o viviendas. Claro que los países pobres no pueden imaginar nada que sea peor para ellos que lo que ya están sufriendo; quizá por eso siguen intentando parecerse a los ricos y son inmunes al argumento ecológico. Sobre todo mientras los ricos no les demuestren, con hechos y no con teorías, que se puede conseguir lo mismo de otra manera. O sea, que si los ricos decimos ahora que nuestro desarrollo actual es insostenible y por tanto rechazable para todos, tendremos que demostrar, adoptándolo, que existe otro tipo de desarrollo -para ellos y para nosotros- con similares ventajas pero sin los inconvenientes del actual. De todos modos, el error de estos enfoques envidiosos de los países pobres, al compararse con los países más desarrollados, estriba en considerar que, en los países ricos, todos son igual de ricos. Lo cual está muy lejos de ser cierto. El paraíso capitalista sólo es paraíso para algunos... Por otra parte, resulta imposible observar con precisión, desde la hambrienta atalaya de los países más pobres, hasta qué punto el mundo desarrollado se basa en una auténtica civilización del desperdicio. Este interesante concepto, aplicado al mundo desarrollado, fue empleado por primera vez, en la segunda mitad del decenio de los setenta, en un libro así titulado, La civilización del desperdicio, escrito por un periodista y sociólogo pionero de las preocupaciones ambientales en España, Juan Ignacio Sáenz-Díez, lamentablemente desaparecido en el verano de 1994. Sáenz-Díez expresaba en su libro la auténtica barbaridad ecológica, y desde luego económica, que suponía el despilfarro, por parte de los países industrializados, de los recursos naturales para objetivos muchas veces inútiles cuando no simplemente absurdos (¿quién necesita realmente cepillos de dientes eléctricos, o abrelatas y cuchillos del mismo tipo, cuando medio mundo se muere de hambre?). El desperdicio al que aludía Sáenz-Díez es, pues, despilfarro típico de nuevos ricos pero también despreocupación casi criminal por los desechos. Lo cual constituye una forma de despilfarro quizá menos patente pero por lo menos igual de grave. La sociedad industrializada basada en la economía de mercado, que fomenta la no reutilización de lo producido -el caso de los envases no retornables es paradigmático- y que prefiere la huida hacia adelante del incesante consumo de materias primas en lugar de reciclar las ya utilizadas -a pesar de los meritorios intentos por reciclar vidrio, papel, plástico o aluminio, se trata de una actividad todavía marginal, más simbólica que otra cosa-, merece plenamente el calificativo de civilización "del desperdicio". ¿Justifica eso la afirmación de que el mundo está en peligro? Obviamente, no. Porque lo que está en peligro es el bienestar y la altísima calidad de vida alcanzada por unos pocos seres humanos, menos de la quinta parte de la especie. Lo que está en peligro es la posibilidad de que otros humanos alcancen niveles semejantes, aunque sean inferiores, de desarrollo económico, sanitario y cultural. Lo que está en peligro, en fin, es la actual situación de la biosfera, que no está mucho mejor ni mucho peor que en épocas pasadas, durante las cuales conoció convulsiones quizá más graves, pero que seguramente no será la misma que la que verán nuestros descendientes próximos. En cuanto al planeta, es seguro que seguirá girando sobre sí mismo en 24 horas, y alrededor del Sol en un año; a él todo esto ni le va ni le viene. No es él quien está en peligro; es nuestra forma de vida, o al menos la forma de vida que algunos privilegiados hemos llegado a tener.